Especial Cine LGBTI – Lo sincero es el deseo




Un texto de Daniel Ruiz Sierra (@TatoRuiz)

 

El año pasado la edición 21 de la Muestra Internacional Documental de Bogotá, MIDBO, presentaba una joya de nombre Miserere, un documental del argentino Francisco Ríos Flores y que yo juraba no había hecho nada en mí, lo cual, evidentemente, es falso. Me caló el peso de su propia historia, que expone un asunto de ardiente jolgorio descubierto, y al tiempo, oculto por la indiferencia, la hipocresía, la vergüenza y todas esas cosas tan propias (aún) de nuestros días. Habla de chaperos y lo hace desde el poder de la imagen y el juego de miradas – miradas de putos, diría José Joaquín Blanco – entre competencia, vagabundeos y necesidad.

Todo lo anterior, lo cuenta Ríos Flores desde lo insoportable del verano porteño, jugando con la ficción y desde la convergencia de la vida rutinaria del transporte masivo, donde se mezclan las clases sociales con la dignidad laboral y la informalidad de la prostitución. La homofobia sigue siendo constante en Argentina, pero eso no frena la producción de películas con temáticas y personajes LGBTI.

Lo más reciente incluye Fin de siglo de Lucio Castro (Aunque rodado en Barcelona), Hombres de piel dura de José Celestino Campusano, El silencio es un cuerpo que cae de Agustina Comedi y Un rubio del siempre interesante y sugestivo Marco Berger, un director que ha logrado encumbrar su trabajo con producciones que cuentan historias donde se instalan las fantasías y la tensión sexual. Hay morbo constante y, de nuevo, los juegos de miradas. Si hay alguien que ha sabido estructurar las formas del deseo homosexual desde el cine argentino y latinoamericano, ha sido él.

Los 90 fueron clave para reivindicar, transformar y evidenciar la figura homosexual en el cine con relativo realismo. Dos décadas atrás había interesantes propuestas, por supuesto, sobre todo desde Europa, pero, ¿quien más que los gringos para convertir la figura del homosexual en producto con fines estrepitosamente comerciales? Lo que parecía no acabarse a comienzos de los noventa (por lo menos en Estados Unidos), era la representación de seres reprimidos y estereotipados que aún seguían siendo, sin lugar a dudas, directamente responsables de contribuir al afianzamiento de ideas discriminatorias y burdos señalamientos. Afortunadamente todo fue cambiando al punto en que hoy existe amplia representación de diversidades y mucho más realismo. Ahí está Netflix, por ejemplo, y sus producciones a las que ya no le cabe un gay más.

Los desfogues y las piruetas en la cama también se apaciguaron. O digamos, se reinventaron (para ponernos a tono). Lo mismo las relaciones entre sus protagonistas, que evolucionaron a unas más complejas emocionalmente y no siempre con la necesidad de subrayar preferencias sexuales, como es el caso de la también argentina Mi mejor amigo, de Martin Deus, una película reciente y en la que se narra la historia de una familia de clase media que un día cualquiera recibe a Caíto, hijo de un viejo amigo de la familia. Caíto es un chico problemático que tiene dificultades para adaptarse a las reglas de su nuevo y temporal hogar, y, en medio de todo, crea una singular amistad con el hijo mayor de la casa, Lorenzo, que es, a todas luces, su antítesis. (Te puede interesar: Especial LGBT – Péplums, romanos. Ostras y caracoles).

La película se centra entonces en la relación de estos dos chicos que se va formando lentamente hasta lograr una química innegable, donde hay mucha confianza y una tensión sexual bastante vaga, que no llega nunca a materializarle. La película tampoco queda en deuda, valga decirlo. No todo vincula cama. Su gran propósito era hacer el retrato de madurez de un par de chicos, un vínculo de amistad masculina lo suficientemente fuerte como para que no se desvanezca en el tiempo, a pesar de que Lorenzo queda más involucrado sentimentalmente, o eso parece.

Volviendo a los mareos que provocan los placeres del deseo, y por un ladito, a los estereotipos pero de quienes acusan, recién se cumplieron 20 años del estreno de Plata quemada, la película de Marcelo Piñeyro con Leonardo Sbaraglia y Eduardo Noriega, que antes de llegar a los cines armó revuelo porque la comisión de calificación del Instituto del Cine de ese país le dio la calificación de “solo apta para mayores de 18 años” (cuando se esperaba fuera considerada apta para mayores de 16). Pero el lío no para ahí. Aparte de protestas y la idea de que la censura llegaba directamente desde la institucionalidad, se suma el argumento de habérsele dado dicha calificación por tener una mirada no condenatoria a los temas que trata. ¡Toda una perla! Piñeyro afirmó que evidentemente no era ese su objetivo. No era él quien iba a juzgar a los personajes. Todas esas ideas conservadoras le importaban un bledo.

En Plata quemada hay un bacanal de balas, violencia y corrupción, y detrás de todo eso están el Nene y Ángel que, según la película (en el libro no es así), se conocieron en los baños públicos de Constitución (famoso escenario de robos, abusos, acoso sexual y prostitución en la estación de ferrocarril Plaza Constitución en Buenos Aires) y desde ahí fueron bautizados como Los mellizos, porque reconocerlos como una pareja homosexual, amantes en toda la extensión de la palabra, no era un plan. A ellos lo que los movía no era precisamente las bondades del amor sino el deseo carnal. La película de Piñeyro y sus protagonistas iban por derroteros menos complejos y más efervescentes: el deseo sobre el cuerpo masculino, y entre tiros, robos, un par de líneas de coca, pues, un polvo.

Pero me devuelvo a Berger, la excusa para escribir este texto. Su trabajo y esa cámara voyerista es quizás la génesis o la columna vertebral de todo esto. Y es que sus películas no se limitan a romances superfluos o personajes banales que parecen estar sin un plan distinto al de querer echarse un polvo que les apacigüe el rato, como quien va detrás de sobreexcitados muchachitos a la entrada de algún club gay. En su cine confluyen las historias románticas con las relaciones intensas, la imaginación y la fantasía, y lo más desgarrador del realismo. No es gratuito que varias de sus películas terminen con un sinsabor propio de las relaciones fallidas. Ese dolor intenso de algo que no pudo ser.

En las películas de Berger, las soledades son manifiestas. La comunicación entre los sujetos de sus historias es directa, no hay diálogos aparatosos, ni retórica. Lo que siempre hay es tensión sexual prolongada y un ambiente pesado producto del miedo, la culpa y la duda. Consciente de estar en territorio minado, Berger traslada sus historias y a sus personajes al interior de sus casas, los confina en salas, fincas, y terrazas; con cuerpos desnudos o semidesnudos oscilando entre las aguas de una piscina o tendidos bajo el sol de un verano.

Lo que sí es poético es su forma de fotografiar los cuerpos masculinos. Su cámara pícara y voyerista, aunque a veces explícita, nunca excede los límites de la exquisitez. Quiero decir, nada es burdo. Ahora, es posible que algunas de sus películas caigan en una muestra más de estereotipos del marica de clase media obsesionado con la estética de su imagen, actores con cuerpos que responden a las demandas de una sociedad de consumo estimulada por las nuevas tecnologías y fantasías porno alejadas de realismo y verosimilitud.

En todo caso, el mismo Berger ha sabido defender sus propias obsesiones y su libertad de dirigir historias que emanan de su cabeza morbosa, repleta de fantasías con hombres heteroflexibles y con las que ejerce un auto reconocimiento. Y aunque películas como Hawaii y Taekwondo tienen mucho de lo que reprocho, cuentan con un trasfondo que habla de los conflictos internos de identidad, de reconocerse como homosexual y no sentirse cómodo con el deseo sobre el cuerpo masculino.

En una de sus más recientes películas, Un rubio (2019), logra fusionarse todos los temas que lo han obsesionado. Esto es presiones sociales y el rechazo al qué dirán. En Un rubio, para mí la mejor película de Berger, un hombre viudo y con una niña pequeña al cuidado de sus abuelos, arrienda la habitación de un compañero de trabajo que se luce como un auténtico y heterosexual casanova. Como es usual, la tensión va recorriendo los pasillos del diminuto apartamento y a fuego lento se va explicitando un deseo que termina en cama. Pero afortunadamente no queda ahí. Berger, siempre buscando el conflicto y sus límites, nos arroja a una película de conflictos de identidad y eternas dudas. Y como no, de machismo. Y ahí, en la sala de ese apartamento, lugar de adoración al fútbol, el dueño del apartamento, Juan (¡El cabrón!), y luego de una serie de cagadas de corte sentimental, afirma que quiere una vida normal, su deseo es tener una familia y no ser señalado, que quiere seguir yendo al club con sus amigos, irse a bañar y “que los demás no piensen que les estoy mirando la pija”. La normalidad para ese hombre no es rendirse al deseo. Es ocultarlo. ¿Para qué evidenciarlo frente a los demás? “Amigos, simplemente amigos y nada más”, diría una tal Ana Gabriel.

El cine siempre ha encontrado un espacio para los “diferentes”. Disney lo ha hecho. Para las muestras Dumbo o Pinocho. Pero la representación del deseo en el cine industrial siempre era minimizada, se eliminaba o no se encaraba, o se camuflaba con música clásica. Qué fortuna entonces estos tiempos. Contamos con la libertad moral de elegir con quien irnos a la cama y tener un cine contemporáneo en donde nos sentimos representados (con unas más que otras, naturalmente). La idea de desear, así como las posiciones políticas y religiosas, vale la pena evidenciarlas porque enriquecen la existencia y certifican la diversidad. Nuestra condición de desear es inherente a nuestra humanidad.

En una entrevista, Pedro Almodóvar afirmaba que en sus películas aparece mucho la bisexualidad, algo que es real y que es más común de lo que todos pensamos. Decía que a veces se desea a una mujer, y otras, a un hombre, porque ambos momentos son sinceros y porque lo sincero es el deseo.

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