Pablo Larraín, una bola de fuego en el cine latinoamericano – Memoria, dictadura y posdictadura


Por Daniel Andrés Ruiz Sierra (@TatoRuiz)

El cine de Pablo Larraín siempre se ha apoyado en aquello de narrar el monstruo; el de la obsesión, el del poder mal usado, los miedos más profundos y personales y, claro, el monstruo de la dictadura, que es uno muy grande y sigue despertando sensibilidades varias.

Es sobre este tema que Larraín ha labrado su filmografía y no se ha quedado exclusivamente en la denuncia ni en la anécdota. El director ha sabido contar todo lo anterior a través del melodrama y valiéndose de la farsa, la comedia negra, lo plástico y lo subversivo, así como de memorias colectivas e individuales o, mejor, personales, incluso para sus personajes de la ficción. Es esa individualidad autoral lo que lo convierten en uno de los directores (también guionista y productor) más auténticos y sugestivos de Latinoamérica.

Hoy hablamos de Pablo Larraín, a propósito del reconocimiento internacional que se le hace desde el Festival de Cine de Huesca, que le entregará el Premio Ciudad de Huesca Carlos Saura, mientras exhibe una de sus últimas películas, “Spencer” protagonizada por una Kristen que da vida a Diana de Gales en el momento en el que tomaba la decisión de terminar su matrimonio con el ahora Rey del Reino Unido.

El premio, que se entrega desde 1991, reconoce la notable trayectoria profesional de jóvenes figuras del mundo del cine, que proyectan además una prometedora carrera profesional.En el caso de Larraín, la proyección quizás y ya venía desde hace mucho. Quizás desde su primera película, “Fuga”, una superproducción que, para un debutante, y en una región donde hacer cine es, por decir lo menos, toda una quijotería, era vista con resquemor. La ópera prima de Larraín no era pretenciosa solo desde su narrativa, también tenía un casting que incluía nombres del jet set chileno, a un protagonista internacional y un presupuesto que llegó a superar el millón de dólares de la época.

Pablo Larraín Matte nació en 1976 en el seno de una familia privilegiada en Santiago de Chile. Su padre es Hernán Larraín, político chileno conservador, expresidente del Senado y exministro de Justicia en el segundo gobierno del expresidente Piñera (sí, el mismo gobierno en el que reventó el estallido social). Su madre, Magdalena Matte, fue Ministra de Vivienda y Urbanismo en el primer gobierno de Piñera. Ambos (padre y madre) miembros de un partido político de carácter pinochetista. Lo anterior como contexto y quizás una explicación muy ligera del escozor que el debutante realizador despertó en el medio cinematográfico nacional cuando salió a la luz su primera película, pero, sobre todo, con su posterior trilogía, compuesta por “Tony Manero”, “Post Mortem”, y “No”, películas clave en la historia contemporánea del cine de su país. Salvo el cine documental, Larraín, ha sido de los pocos realizadores en hablar de dictadura y posdictadura en clave de ficción.

En “Fuga” (2006) aborda la historia de dos hombres obsesionados en distintas épocas. Específicamente narra la persecución que hace un músico mediocre (Gastón Pauls) a uno que parece más dotado, pero esquizofrénico (Benjamín Vicuña), para reconstruir así la rapsodia cuyas partituras están desaparecidas. Con ella, Larraín recibió muy malas críticas en Chile y Argentina, país con el que hacía coproducción. Como ya había dicho antes, la película tuvo un presupuesto descomunal, teniendo su equipo de trabajo el privilegio de contar con dos meses de rodaje en 30 locaciones y 50 decorados, entre las ciudades de Valparaíso y Santiago, incluyendo la muy comentada presencia del Teatro Municipal de Santiago, un espacio que probablemente no sea muy fácil, ni económico de conseguir. A las duras críticas de la época se le sumó la de una también debutante Maite Alberdi, que para esa época experimentaba con cortometrajes y parece que fungía de crítica en la revista digital de cine lafuga.cl.

La directora cuyo más reciente documental “La memoria infinita” (2023) fue producido, precisamente, por los hermanos Larraín (son los fundadores de la célebre casa productora Fábula), decía en aquella época que era una película (Fuga) “fuera de contexto, un acorde excesivo y grandilocuente en el marco de los jóvenes realizadores chilenos en este momento”. La directora comparaba la muy ostentosa ópera prima de su futuro productor con lo que en esa época hacían otros directores como Matías Bize (En la cama), Alberto Fuguet (Se arrienda) o Sebastián Lelio (La sagrada familia) entre otros, y quienes le apostaban a un cine menos espectacular desde su propuesta visual, apostándole a potenciar los pocos recursos con los que contaban, convirtiéndolos en su aliado al momento de contar algo, digamos, auténtico. Alberdi también escribía “debería tratar sobre los procesos artísticos, pero jamás se habla de creatividad, todo viene dado, las teorías estéticas quedan a un lado para presentarnos a dos músicos que sólo se preocupan de llevar la trama. Y lo intrincada que ésta podría resultar – dado su tema aparente- se desvanece, pues nunca conocemos la verdadera naturaleza de estos artistas”.

Pero aunque la crítica nacional se ensañara con el trabajo (y el privilegio gozado) de Larraín, afortunadamente no le hizo desistir. A “Fuga”, que logró ser reconocida como la Mejor Ópera Prima en la 47º versión del Festival Internacional de Cine de Cartagena, le sucedió “Tony Manero”, película que estuvo en festivales como el de Torino o el de la Habana y en la que repitió con Alfredo Castro, esta vez protagonizando (en “Fuga” tuvo un papel secundario) y dando vida a un hombre obsesionado con el personaje que John Travolta interpretaba en “SaturdayNightFever”. Con “Tony Manero” Larraín inauguraba su famosa trilogía de la memoria y por esto recibió más críticas, esta vez ya no por la pretenciosidad narrativa o los recursos que tuvo para hacerla, si no por su posición social y económica. Por la cuna en la que nació.

Comparado a la mayoría de los representantes de la escena artística chilena, cuyas realidades incluían hacerle resistencia a la dictadura, o haber vivido arrestos, asesinatos o el exilio, Larraín fue visto como un intruso, o un oportunista. “Dijeron que estaba vendiendo historia chilena y obteniendo ganancias de nuestro doloroso pasado”, decía Pablo Larraín en una entrevista hecha por “TheEconomist”, a propósito del estreno mundial de su película de 2019, “Ema”.

Para quienes hacían parte de la escena artística y cinematográfica del país austral, lo de Larraín era una apropiación cultural. “Represento ese privilegio, esa clase, esa ideología (…) ellos (opositores al régimen) pensaron que alguien de mi formación nunca creería lo que pienso. Pensaron que mis ideas eran falsas o irrelevantes”, decía también Larraín al periodista de “TheEconomist”; un perfil que titulaba preguntándose si era él (Larraín) la persona ideal para contar las historias de aquel oscuro Chile.

Volviendo a lo estrictamente cinematográfico, y lo que cuentan cada una de esas películas de la trilogía, en todas hay una mirada nueva, inédita y singular. Es lo que “no se había visto”, lo que probablemente ocurría puertas adentro de cualquier casa del país. Es decir, hay unas historias que trascienden la memoria retratada, colectiva y conocida por los y las chilenas a través de lo poco que se podía conocer durante y posdictadura.

En “Tony Manero” y “Post Mortem” – sobre todo estas dos -, hay un interés en hacer una reflexión a vidas más interiores, a lo que el golpe militar y posterior dictadura fracturó en los ciudadanos comunes y corrientes y cómo la violencia que se estaba presentando en Chile los capturó tanto, que terminan siendo una suerte de victimarios y víctimas. Es la violencia sobre la violencia, un torbellino imparable que en “Tony Manero” se manifiesta en un hombre con sueños de reconocimiento.

En “Post Mortem” esa manifestación se manifiesta en un hombre que es auxiliar de una morgue a la que llega el cuerpo de Salvador Allende. Por otro lado, en “No” hay una representación más plástica (y pop) de algo mucho más cercano, específico y visibilizado; la campaña del plebiscito nacional del 88 que buscaba derrocar el régimen y finalmente lo logró.

En las tres hay mucha verdad, mucha investigación y también mucho artificio planteado a través de líneas argumentales que se decantan por narrar historias de pareja y relaciones amorosas que no son precisamente esperanzadoras. Lo anterior, algo que los detractores de Larraín usan como argumento para intentar minimizar la importancia de unas obras cinematográficas, que son casi que un ícono a la hora de hablar del conflicto social y político del país, de la memoria, la verdad y lo enunciable y denunciable desde la industria cinematográfica  y desde la ficción contemporánea. Con la promoción de “No”, quizás la más popular de las tres (fue nominada a Mejor Película en Lengua Extranjera en la Edición 85º de los Premios Oscar. 2012), un periodista de una revista de izquierda afirmó que era un blanqueo (whitewashing) del pasado para un público internacional, lo que convertía a Larraín en “un títere político”.

La nominación al Oscar sería entonces la puerta de entrada a otras oportunidades fuera de su país. Aparte de las posteriores “El Club” (2015) y “Neruda” (2016) (una biografía poco exacta, pero indiscutiblemente original y estimulante), Larraín conquistó a productores y público internacional con “Jackie” (2016), la revisión de las horas posteriores de Jacqueline Kennedy al quedar viuda. Es una obra que destila elegancia y eficacia narrativa, pero que se presenta con una ligera frialdad frente a las más personalísimas obras del pasado del director. Es una película que luce ajena y ‘manoseada’; impecable en su empaque y,quizás, hasta políticamente correcta. Lo de ser una obra fría y poco personal (o sea, se le nota lo de ser encargo), le ocurre también a la más reciente revisión de la vida íntima de Lady Di.

Aparte de estas dos, Larraín también dirigió la miniserie de televisión de Apple TV “Lisey’sstory” (2021)protagonizada por Julianne Moore y Clive Owen y basada en la obra homónima del siempre adaptable Stephen King. Y en medio de toda esa participación internacional que parecía haber calmado aguas entre sus detractores ‘chilensis’, Larraín se lanzó a contar una historia con reggaetón y un casting mayoritariamente ajeno a la generación que solía retratar. Una película queer, una suerte de “premonición”.  Con “Ema” (2019), protagonizada por Mariana di Girolamo y Gael García Bernal (una vez más), huye del pasado para contar el presente a través de la mirada a la reconversión de la figura de familia en la “nueva” sociedad chilena y, sin quererlo, hace una (falsa) revisión de un convulso futuro en Chile. La película que es incendiaria, algo extremista y rabiosamente feminista, se rodó en Valparaíso durante el segundo semestre de 2018 y se estrenó mundialmente en 2019 en el Festival Internacional de Cine de Venecia (agosto).

En octubre del mismo 2019, estalló la manifestación social en Chile que incluyó, como en la película, incendios y disturbios en Valparaíso. Y así como en la película, también hubo un estallido feminista que sigue sin dejar indiferente a nadie y el protagonismo y liderazgo de una generación nacida y educada en el nuevo siglo que se manifiesta sin puntos medios. Nada de tibiezas, diríamos en Colombia. “En nuestra cultura se advirtieron ciertas señales, aunque en ningún caso yo lo vi venir. No tuve la premonición. Al igual que el resto de Chile, yo desperté ese día. Puede que haya conexiones desde la película, en su manera de encarar la sociedad con elementos como el fuego, pero porque esa generación es así. Chile se movió de manera colectiva, no puedo arrogarme nada”, respondía el director al diario El País, a propósito de preguntas que hablaban de premonición. En la misma entrevista hacía ver, además, que “solo entiende el cine como una bola de fuego”.

Quizás, el que nació en cuna de oro, con privilegios ajenos al chileno y la chilena promedio, vuelva a despertar amarguras y críticas en su propio país. Junto a Netflix prepara su próxima película, que probablemente y se estrene este mismo año, a propósito de la conmemoración que se hará por los 50 años desde aquel 11 de septiembre de 1973, cuando a conservadores, “milicos” y gente asustada con el gobierno socialista se le hizo fácil hacerle la venia a una dictadura que se estableció por casi 17 años. La nueva película tiene por título “El Conde”, una comedia negra con elementos históricos que gira en torno al dictador, reconvertido en un vampiro de 250 años. ¡El salseo que se va a armar! Personalmente no me aguanto las ganas de verla. Amanecerá y veremos con esa auténtica bola de fuego.

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